Por dónde empezar después de todas las experiencias vividas... con qué quedarse ahora que hemos podido aposentar cada uno de los sentimientos, cada una de las mociones que hemos tenido en estos días.
Como dicen los salmos, ahora más que nunca puedo ver en mí esa sed de Dios, como mi ser tiene sed de Él, y puedo ver cómo sólo en Él encuentro mi descanso, porque Él es mi roca y mi salvación y Él quien me sostiene.
Pasando por cada uno de los lugares santos, siguiendo los pasos de Jesús, he podido comprobar una vez más que Dios es amor y que su amor es mejor que la vida. En Nazaret pude decirle al Señor “Hágase”, que me llevara en pos de sí; en Ain Karem mi espíritu se alegró con el de María al saberme amada y al poder constatar que el Señor ha puesto sus ojos en mí a pesar de mi pequeñez. De la misma forma que pude ver que el Señor nos recordaba su alianza y nos ponía la figura de Juan, preparándole el camino al Señor, para que así, quedándose en un segundo plano, nos pudiera enseñar el camino de la salvación.
Y dentro de ese camino, que empezó con su vida pública, ese mensaje constante que me deja en mi camino... “levántate... Talita kum...”, mensaje que deja en Cafarnaúm. Han sido mensaje tras mensaje al ir reviviendo su vida; ninguno dejaba indiferente!
El paso por una tierra y un mar que han sido testigos de tantos y tantos milagros; ha sido impresionante poder adentrarse en las aguas en las que el Señor les decía a los discípulos “no temáis, no temáis... soy yo!!!”.
En el Jordán... otro sí, otro sí a seguirle, y otro sí a confirmar en el Monte Sión a recibir ese espíritu para poder hacer como Él hizo después en la sinagoga en Nazaret, predicar; predicar que el Espíritu del Señor está sobre él y ser así testimonio de ese amor.
Y una vez que fuimos conscientes de eso, qué mejor que hacer experiencia de desierto como Jesús. Fuimos llevados por el Espíritu al desierto de Ein Quedí para poder experimentar más de cerca esa sed y necesidad que tiene nuestra alma del Señor. Fue poco tiempo el que estuvimos, pero con el calor que hacía bien podríamos haber dicho: “Aiii no... me quedo aquí abajo y os espero”. Pero no! Todos quisimos subir para hacer ese rato de oración y poder tener más claro que todo se puede a través de Él. Pero también para darnos cuenta de que ser testigo de Jesús no es un camino fácil, y por tanto, nos supondrá pruebas, inseguridades... por eso necesitamos ese silencio en nuestra vida, ese silencio para escuchar la voz de Dios. Fue una experiencia intensa que luego nos fue recompensada, porque arriba nos esperaban unas pequeñas cataratas en las cuales nos dimos un bañito.
Después de una experiencia así, que no nos dejó indiferentes a pesar de estar sólo una mañana y no cuarenta días, fuimos al mejor sitio al cual podíamos ir para descansar: Betania. Ese lugar donde el Señor pudo descansar tantas veces. A través de las pinturas, de los mosaicos otra vez nos llegaban mensajes. Viendo a Marta y a María escuchaba cómo se me decía: “Paula, Paula... te preocupas por muchas cosas...”; en ese momento me di cuenta de que muchas veces le reprocho y le pregunto que dónde está, cuando realmente está a mi lado diciéndome que Él es la vida.
Después de todas estas experiencias, creo que puedo llegar ya a las que para mí fueron más impresionantes, aunque tuvimos la gran suerte de poder estar en muchos más sitios.
La primera fue para mí llegar a Belén... reconozco que cuando llegué y vi una estrella de luces iluminada pensé: “¿pero qué es esto?”; pero mi corazón enseguida se volcó e intenté ser un poco más sensata: “¿qué más te da cómo esté ahora?, esa es la estrella... es la estrella que te ha guiado durante toda tu vida, aquí es donde se paró, porque aquí fue donde nació el que vino a ser la fuente de la vida”. Mi corazón se alegraba y me caían las lágrimas por las mejillas al pensar que estaba en la estrella adorando al niño.
Y finalmente, la llegada a Jerusalén, final de nuestro trayecto y puede que uno de los momentos que más hayan interpelado mi vida. Entrando en el Palacio de Caifás, si cerraba los ojos, podía escuchar los gritos juzgando a Jesús... Y viendo los iconos... podía ver a Pedro diciendo: “Yo no lo conozco”, aunque si agudizaba un poco la vista, me podía ver a mí. ¿Cuántas veces se lo he dicho yo? Uf...
En Getsemaní fue una experiencia extraña, fue como experimentar esa soledad, fue el vivir, el hacer presente esa sensación que tuvo el Señor; que a pesar de su miedo por lo que iba a vivir, seguía buscando el apoyo en la oración. Era el momento definitivo para dar su sí... ese sí de confianza total. Y claro... eso, una vez más me interpelaba a mí... “¿hasta dónde llega tu confianza?”.
Una situación similar me pasó en el Calvario. No podía dejar de tener la mirada fija en la cima cuando de golpe las lágrimas caían otra vez por mis mejillas; y dos frases muy familiares para mi me venían a la mente: “lo dio todo amando hasta el extremo” y una pregunta: “¿Y qué pasa si doy todo lo que tengo?”. Así que no pude hacer más que bajar al sepulcro e intentar sacar la fortaleza de María Magdalena para esperar, esperar sabiéndome amada, renovada, purificada y esperar con fe. Para poder así anunciar que ÉL HA RESUCITADO Y QUE VIVE ENTRE NOSOTROS. Ese es el mejor mensaje que nos deja, o que por lo menos me ha podido dejar a mí. Él es nuestra vida, el agua que nos sacia... que debemos amarnos y que después de todo lo que hemos vivido, no podemos quedarnos de brazos cruzados, sino que debemos ser testimonio... traspasar su mensaje de paz y de amor a todas las personas que nos rodean.
Como dicen los salmos, ahora más que nunca puedo ver en mí esa sed de Dios, como mi ser tiene sed de Él, y puedo ver cómo sólo en Él encuentro mi descanso, porque Él es mi roca y mi salvación y Él quien me sostiene.
Pasando por cada uno de los lugares santos, siguiendo los pasos de Jesús, he podido comprobar una vez más que Dios es amor y que su amor es mejor que la vida. En Nazaret pude decirle al Señor “Hágase”, que me llevara en pos de sí; en Ain Karem mi espíritu se alegró con el de María al saberme amada y al poder constatar que el Señor ha puesto sus ojos en mí a pesar de mi pequeñez. De la misma forma que pude ver que el Señor nos recordaba su alianza y nos ponía la figura de Juan, preparándole el camino al Señor, para que así, quedándose en un segundo plano, nos pudiera enseñar el camino de la salvación.
Y dentro de ese camino, que empezó con su vida pública, ese mensaje constante que me deja en mi camino... “levántate... Talita kum...”, mensaje que deja en Cafarnaúm. Han sido mensaje tras mensaje al ir reviviendo su vida; ninguno dejaba indiferente!
El paso por una tierra y un mar que han sido testigos de tantos y tantos milagros; ha sido impresionante poder adentrarse en las aguas en las que el Señor les decía a los discípulos “no temáis, no temáis... soy yo!!!”.
En el Jordán... otro sí, otro sí a seguirle, y otro sí a confirmar en el Monte Sión a recibir ese espíritu para poder hacer como Él hizo después en la sinagoga en Nazaret, predicar; predicar que el Espíritu del Señor está sobre él y ser así testimonio de ese amor.
Y una vez que fuimos conscientes de eso, qué mejor que hacer experiencia de desierto como Jesús. Fuimos llevados por el Espíritu al desierto de Ein Quedí para poder experimentar más de cerca esa sed y necesidad que tiene nuestra alma del Señor. Fue poco tiempo el que estuvimos, pero con el calor que hacía bien podríamos haber dicho: “Aiii no... me quedo aquí abajo y os espero”. Pero no! Todos quisimos subir para hacer ese rato de oración y poder tener más claro que todo se puede a través de Él. Pero también para darnos cuenta de que ser testigo de Jesús no es un camino fácil, y por tanto, nos supondrá pruebas, inseguridades... por eso necesitamos ese silencio en nuestra vida, ese silencio para escuchar la voz de Dios. Fue una experiencia intensa que luego nos fue recompensada, porque arriba nos esperaban unas pequeñas cataratas en las cuales nos dimos un bañito.
Después de una experiencia así, que no nos dejó indiferentes a pesar de estar sólo una mañana y no cuarenta días, fuimos al mejor sitio al cual podíamos ir para descansar: Betania. Ese lugar donde el Señor pudo descansar tantas veces. A través de las pinturas, de los mosaicos otra vez nos llegaban mensajes. Viendo a Marta y a María escuchaba cómo se me decía: “Paula, Paula... te preocupas por muchas cosas...”; en ese momento me di cuenta de que muchas veces le reprocho y le pregunto que dónde está, cuando realmente está a mi lado diciéndome que Él es la vida.
Después de todas estas experiencias, creo que puedo llegar ya a las que para mí fueron más impresionantes, aunque tuvimos la gran suerte de poder estar en muchos más sitios.
La primera fue para mí llegar a Belén... reconozco que cuando llegué y vi una estrella de luces iluminada pensé: “¿pero qué es esto?”; pero mi corazón enseguida se volcó e intenté ser un poco más sensata: “¿qué más te da cómo esté ahora?, esa es la estrella... es la estrella que te ha guiado durante toda tu vida, aquí es donde se paró, porque aquí fue donde nació el que vino a ser la fuente de la vida”. Mi corazón se alegraba y me caían las lágrimas por las mejillas al pensar que estaba en la estrella adorando al niño.
Y finalmente, la llegada a Jerusalén, final de nuestro trayecto y puede que uno de los momentos que más hayan interpelado mi vida. Entrando en el Palacio de Caifás, si cerraba los ojos, podía escuchar los gritos juzgando a Jesús... Y viendo los iconos... podía ver a Pedro diciendo: “Yo no lo conozco”, aunque si agudizaba un poco la vista, me podía ver a mí. ¿Cuántas veces se lo he dicho yo? Uf...
En Getsemaní fue una experiencia extraña, fue como experimentar esa soledad, fue el vivir, el hacer presente esa sensación que tuvo el Señor; que a pesar de su miedo por lo que iba a vivir, seguía buscando el apoyo en la oración. Era el momento definitivo para dar su sí... ese sí de confianza total. Y claro... eso, una vez más me interpelaba a mí... “¿hasta dónde llega tu confianza?”.
Una situación similar me pasó en el Calvario. No podía dejar de tener la mirada fija en la cima cuando de golpe las lágrimas caían otra vez por mis mejillas; y dos frases muy familiares para mi me venían a la mente: “lo dio todo amando hasta el extremo” y una pregunta: “¿Y qué pasa si doy todo lo que tengo?”. Así que no pude hacer más que bajar al sepulcro e intentar sacar la fortaleza de María Magdalena para esperar, esperar sabiéndome amada, renovada, purificada y esperar con fe. Para poder así anunciar que ÉL HA RESUCITADO Y QUE VIVE ENTRE NOSOTROS. Ese es el mejor mensaje que nos deja, o que por lo menos me ha podido dejar a mí. Él es nuestra vida, el agua que nos sacia... que debemos amarnos y que después de todo lo que hemos vivido, no podemos quedarnos de brazos cruzados, sino que debemos ser testimonio... traspasar su mensaje de paz y de amor a todas las personas que nos rodean.
Paula Pascual
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